Vaya paradoja: lo llamaban “El peruano parlanchín”, pero él supo construir su prestigiosa carrera radiofónica con los ladrillos del silencio. En un medio donde la ausencia momentánea de sonido tiene tan mala prensa que hasta la denominan “bache”, Hugo Guerrero Marthineitz era capaz de quedarse callado un segundo, dos, tres, cuatro... los que juzgara necesarios para tensar la cuerda del suspenso hasta lograr que la atención ajena se le entregara, cargada de deseo, ávida de escuchar la palabra siguiente. Irreverente, dueño de una voz grave manejada a su antojo y un sarcasmo afilado.
Ayer, la voz de el “Negro” se convirtió en recuerdo: Hugo Guerrero Marthineitz murió, a las ocho de la mañana, en el Hospital de Clínicas de la ciudad de Buenos Aires, de un paro cardiorrespiratorio. Tenía 86 años, y las ganas de reír se le habían consumido bastante antes en la hoguera de las penurias cotidianas. De las cuantiosas sumas de dinero que alguna vez le deparó su oficio de locutor estrella no había quedado nada.
Nacido en Lima, comenzó a trabajar en Perú y, luego, pasó a Chile y Uruguay, pero el gran reconocimiento lo consiguió en la Argentina, donde dejó su huella con ciclos como El club de los discómanos , Splendid Show , El show del minuto y el ciclo televisivo A solas en el que hacía entrevistas en un tono intimista. En 1987, fue distinguido con el Premio Konex de Platino Radial; en 2007, con el Premio Eter a la trayectoria. En 1976, publicó su primer libro De hastío, los gatos y los días , y veinte años más tarde, Pasto de sueños .
Tuvo muchas parejas y siempre fueron mujeres a las que les llevaba muchos años y les compraba ropa en la Quinta Avenida, en Nueva York. De tres matrimonios distintos, nacieron sus hijos: Diego, María Gabriela y Hugo.
Su vida no fue un río tranquilo: junto con el carnet de locutor había sacado el de rebelde. Decidido a avanzar a contra marcha, fundó una nueva forma de hacer radio. Podía pasarse dos horas entrevistando a Jorge Luis Borges o concederse la licencia de sacar al aire oyentes antes de que el recurso se le hubiera ocurrido a otro.
Pero al peruano irreverente, temerario, orgulloso de la sólida formación que adquirió como autodidacta, y de a ratos insolente, no le alcanzaba con transgredir. Tenía debilidad por decir lo que pensaba. Y puesto a ejercer su profesión de esa manera, muy poco le importaba que sus exitosos ciclos sufrieran la censura de los gobiernos de turno o fueran levantados por las autoridades de las distintas emisoras. El se reía e ironizaba: decía que en épocas sucesivas lo habían acusado de ser de izquierda, de la CIA, amigo de los militares, de los jesuitas o de los masones.
Y así fue, de ciclo en ciclo, hasta que, un día, la estrella de su suerte se empezó a eclipsar, paulatina e inexorablemente. Acorralado por el desempleo, el prócer de la radio habitaba un monoambiente, y un día tuvo que rematar sus tesoros tecnológicos para pagarse el pan: consola de sonido, minidisc, micrófonos. Después, ya no alcanzó y allá por 2007, a los 83 años, se ofreció para dar charlas a domicilio por lo que quisieran pagarle. Entonces, le contó a Clarín lo que disfrutó cuando un anfitrión le dio 500 pesos: “Hacía un año que no veía tanta plata junta”, se sinceró. Más tarde, no hubo forma de pagar el alquiler, y lo desalojaron. Durmió donde podía, hasta que el mes pasado se lo encontró malnutrido e internado en un hospital neuropsiquiátrico: triste, solitario y final. Pero, nunca es el desenlace el punto que define la existencia de un hombre. Tampoco la de Hugo Guerrero Marthineitz, el peruano que anduvo de romance con la vida, a su manera.
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